Soroa fue uno de
esos lugares que uno decide conocer medio por ta té tí, medio por sorteo o
múltiple choice. Ganó entre Cayo Jutía y Cabo San Antonio por estar a menos kilómetros
de Pinar.
Cuando llegué a la
terminal de Pinar para preguntar a qué hora salía un camioncito para allá sólo
había uno que me dejaba cerca y tuve que salir corriendo al playón porque ya se
estaba yendo, así que rápidamente dejé plantado al taxista medio acosador que me insistía que la
única forma de llegar era en auto. Chistoso. Si hubiera sabido que no tenía ni
dos dólares en la billetera se hubiera ido a la guacha.
Soroa es un pequeño
poblado en la provincia de Artemisa ubicado aproximadamente ocho kilómetros hacia
el norte de la autopista nacional, a la altura del cruce con la localidad de
Candelaria. Así que después de que el camioncito me dejara en el cruce no me
quedó otra que esperar a que algún tipo de vehículo se solidarizara conmigo y
me acercara sierra adentro.
Pasó un rato largo
hasta que pasó otro camioncito que llegaba hasta un asentamiento urbano a dos
kilómetros de dónde quería llegar. Había varios turistas en esas bicis dobles,
toda una proeza física porque las bajadas y las subidas son realmente
matadoras.
De ahí hice dedo –o botella
como dicen los cubanos- para seguir subiendo. No esperé nada, el primer
vehículo que pasó, el conductor de una camionetita que abastecía de cerveza al
hotel hizo la gauchada de llevarme. Lo primero que decidí ver fue la cascada,
que está dentro de una reserva o parque enorme y a la que se llega luego de
subir y bajar numerosas escaleras. La meta vale la pena porque es un lugar
maravilloso y dan ganas de armarse un ranchito y quedarse a vivir.
Pasé un buen rato
ahí sentada en las piedras, escribiendo y sintiendo la cascada, los animalitos
y la luz filtrándose por entre los resquicios del follaje.
Después de un rato
emprendí la vuelta y aunque estaba exhausta mis piernas me hicieron llegar
hasta el famoso orquidiario. Había tantas plantas y tantos colores que sentí
que era el paraíso de las sensaciones.
De allí –el recorrido,
con guía en inglés, español y alemán duró alrededor de una hora- empecé a
caminar por una calle sinuosa que llevaba al castillo de las nubes, un mirador
desde el que se ven kilómetros y kilómetros campos y sierras adyacentes. Probé
suerte haciendo dedo y a la segunda tuve suerte con la camioneta que repartía
el almuerzo a los trabajadores de los bungalows y del castillo. Hasta tuve la
suerte de encontrármelos al regreso y los chicos me alcanzaron hasta la
Autopista Nacional ya para regresar a Pinar.
El camino que
tomamos de regreso iba por dentro de la sierra –no apto para desorientados- y estaba
bordeado de pequeñas cabañitas que funcionan como bungalows numerados para
aquellos que son anti-hoteles y más amantes de la naturaleza.
Un rato después -nuevamente
cortesía de los chicos que repartían el almuerzo -, y con el sol por esconderse
yo ya estaba esperando el camión que me llevara de regreso a Pinar que por suerte
no tardó en pasar. Sentada en una
esquinita, con el viento dándome en la cara y con una bolsa de chicharritas de
boniato que le compré a uno de los lugareños me sentí en el paraíso.
Hasta la próxima!
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