Este fue otro de los viajes que
hice junto a mi buen amigo Ale. La ciudad de Trinidad, que ya tiene más de
medio siglo de vida, se encuentra al sur de la provincia de Sancti Spíritus y
es uno de los destinos turísticos más populares del Caribe. Conserva el aspecto
que tenía durante la colonia; con sus calles de adoquines y músicos en las
esquinas puede conquistarte inmediatamente, eso sin contar las espectaculares
playas, con la calidez del mar Caribe bañando sus costas y las cadenas serranas
que la rodean.
Con Ale llegamos por la tarde
–luego de haber invertido pacientemente alrededor de tres horas en conseguir
los pasajes dos días antes-, y nos dimos a la inmediata tarea de buscar un
hostal. Después de andar y alejarnos un poco de las inmediaciones del parque
central Ale procedió hábilmente a negociar con un hombre al que encontramos en
la calle y que era dueño de una casita. Allí nos quedamos por el módico precio
de 8 CUC la noche. La casita tenía todo, hasta aire acondicionado, terraza, víveres
y una botella de ron Mulata con los que
el arrendador nos convidó sin reservas.
Después de la cena, salimos a dar
un paseo por las calles. La noche estaba hermosa y regresamos tardísimo
–consecuencia ineludible de salir acompañado con una botella de ron-. Pasamos
por el bar de The Beatles (siempre hay
uno en los puntos más concurridos de la isla) y nos quedamos en un cordón,
mirando las estrellas y respirando aires coloniales en pleno siglo XXI.
Al día siguiente fuimos a playa Ancón, que se
encuentra a unos diez kilómetros aproximadamente de la ciudad. Fuimos hasta un
cruce en coche –el carro tirado con caballos- y allí hicimos botella –o dedo-,
aunque no pasaban muchas almas por aquellos páramos en esas horas de sol
abrasador, el conductor de una ambulancia nos hizo la gauchada de llevarnos
después de que pasaran unos veinte minutos y tres taxis que se ofrecieron a
llevarnos por unos cuantos dólares y que dejamos convenientemente pasar.
Playa Ancón está bárbara, pero
como se encuentra en las inmediaciones de un hotel esta superpoblada de
turistas. Si lo que uno busca es un remanso más tranquilo quizás no sea la
playa más adecuada, pero cuenta con todos los servicios. De todas maneras uno
puede ponerse en plan caminante e irse alejando de la zona más concurrida como
terminamos haciendo con Ale y encontrar arenales más solitarios.
Encontramos en nuestro camino
varios cangrejos y cosas marítimas, extrañas para alguien litoraleña como yo, y
que no perdí la oportunidad de fotografiar.
Pasamos todo el día ahí hasta las
seis de la tarde cuando salía la guagua de los trabajadores para la ciudad. Una
vez allí fuimos a recorrer los alrededores un poco más alejados del centro y
fuimos a parar a las ruinas de una vieja iglesia, de regreso pasamos también
por La Canchánchara, una especie de bar ambientado pero en el que no nos
detuvimos por estar ya anocheciendo y con ganas de cenar.
El otro día lo invertimos en
visitar varios museos –Trinidad está repleta de ellos-, históricos, de ciencias
naturales y de arte. Sólo nos detuvimos para comer en una pizzería y por unos
granizados, que básicamente consisten en hielo molido y un poco de esencia que
saboriza la bebida; no cuesta más de dos pesos en moneda nacional y
literalmente te salvan las papas cuando se está recorriendo las ciudades y te
entra la sed.
Por la tardecita teníamos el
transporte para Santa Clara así que después de esperar un rato –esperar es la
clave de viajar por la isla-, nos despedimos de la ciudad, alegres y con el
corazón contento de haber pasado unos días tranquilos, entre delirios
literarios –Ale es también del club de las Letras-, habanos en la terraza y
tererés en la playa…
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