jueves, 27 de noviembre de 2014

Sagua la Grande e Isabela de Sagua (Cuba)

               Salimos para Sagua la Grande desde la terminal de ómnibus municipales de Santa Clara en una excursión de un día aprovechando la cercanía con la ciudad del Che. Por una casualidad afortunada de la vida nos tocó viajar en una Yutong y no en un camioncito así que el viaje fue cómodo.
             Cuando llegamos averiguamos por el tren que salía para Isabela más tarde y nos fuimos a recorrer un poco la ciudad, bajo el sol abrasador claro, el fiel compañero caribeño que como Rexona, nunca te abandona.







           Fuimos a una especie de feria que había cruzando el puente, los carritos con turrones de maní no podían faltar. Uno de los mejores inventos después de la pólvora.


        Cuando fue la hora del trencito a Isabela fuimos a la terminal y embarcamos. Sólo tenía dos vagones, incluso era casi tierno de tan pequeño, pero el viaje fue agradable.

              Una vez en Isabela nos tumbamos a tomar tereré a la sombrita de unas palmeras. Para qué… Fue dificilísimo hacerlo arrancar a Carlos que estaba soberanamente planchado disfrutando el fresco del mar.



           Pero como sólo teníamos dos horas más hasta la partida del último servicio de tren logré convencerlo de seguir con el aliciente de tomar unas cervezas cuando llegáramos a algún barcito costero.
        Un rato después llegamos a uno, famoso por una escultura con forma de tiburón en su frente. Es más, aquella escultura marina, que previamente había visto en una postal, era la que me había incitado a querer visitar el poblado . Así que acampamos ahí, a la sombrita de los guanos.



             Yo me dediqué a juntar algunos caracoles y cucharitas del agua como para no perder la costumbre y un rato largo después nos fuimos hasta un palafito que funcionaba como bar y comedor y que tenía varias tortugas Carey en un sitio cercano.



               Fue una experiencia muy linda ver las tortugas tan de cerca, incluso hasta algunos se animaban a tocarlas.


              De vuelta en Sagua y mientras esperábamos la guagua a Santa Clara nos zampamos unas pizzas. La vuelta fue más caótica (la guagua era muy pequeña, éramos como setenta pasajeros y para variar llovía a cántaros) pero por la noche ya estábamos de regreso.

 Hasta la próxima!

lunes, 27 de octubre de 2014

Cienfuegos (Cuba)


     La ciudad que le debe su nombre a Camilo Cienfuegos, es por lejos, una de las que más me gustó. Por alguna razón terminé visitándola una y otra vez y cada vez que me iba de allí sentía que algo se me escapaba, un lugar, una playa, un paladar recomendado, alguna muestra de arte, algo…


   La primera vez que fui lo hice con mis compañeros de habitación –la multinacional 405 A-. No hacía un mes que estábamos juntos y entre Colombia, Cuba y Argentina ya respirábamos aires de Latinoamérica.
    Salimos temprano de Santa Clara y una vez en Cienfuegos pasamos el día directamente en la playa, Rancho Luna. El día estaba un poco nublado por lo que el mar no estaba tan azul, pero fue mi primer contacto con el cálido mar Caribe. Fue un día típicamente de playa, remontamos un barrilete, nos dimos a la búsqueda de cangrejos y tomamos tereré y helado. Al mediodía almorzamos en el restaurant de la playa misma por moneda nacional.


    Casi cayendo la tarde tuvimos un imprevisto, a Laura, nuestra amiga colombiana, la mordió alguna especie de pez en la pierna por lo que tuvimos que hacer parada en el hospital de regreso a la ciudad –que está algo alejada de la playa-. Por suerte todo salió bien y tras una curación nos dimos a la búsqueda de un hostal para pasar la noche. La idea original era pasar la noche en la playa, hacer un fogón, tomar ron y cantar alguna cosa, pero al suceder la mordida decidimos cambiar de planes.
    Encontramos un hostal en divisa a 15 cuc la habitación para cuatro. La cena –la playa nos había dejado famélicos- la hicimos en un paladar que parecía tener buenos precios, que se encontraba sobre la avenida principal y se llamaba El Lobo. Fue por lejos una buena decisión, comimos riquísimo y a buen precio. Yo estaba ansiosa por comer carne roja –hacía como un mes que no probaba sus bondades- así que cuando vi en el menú: bistec uruguayo le entré como cerdita al maizal. Era un milanesón patrio, que además tenía una capa de queso y jamón entre el filete y el pan rallado. El arroz congrí, pobrecito, quedó olvidado en el plato de al lado. (Ya tendría después cinco meses para amigarme con él).


          Me fui feliz. Nunca mejor dicho: panza llena corazón contento.
        Al otro día arrancamos para conocer el centro y el puerto. Desayunamos unos heladitos bárbaros y al mediodía almorzamos en una hamburguesera del Estado que se llama La Reina y está por el paseo peatonal. Las mejores hamburguesas con queso a la par de la hamburguesera de Santa Clara. 
         Después, la tarde la pasamos en el muelle del puerto, hasta que fueron más o menos las cuatro y fuimos a la estación del tren para pegar la vuelta.


   La segunda vez que fui lo hice en calidad de invitada de dos buenos amigos, Yanier y Alejandro.


     Con ellos también conocí muchísimo, jardines botánicos, el cementerio de Tomás Acea, el malecón, el muelle de los ostiones –donde dimos cuenta de varios-, el barrio costero, la galería de arte del paseo peatonal dedicada en ese momento a obras relacionadas con José Martí y lo más importante, las habilidades culinarias de Yanier y su mamá quiénes se portaron magníficamente con Ale y conmigo.






    Una de las noches Yanier preparó unos pescados que le compramos a unos pescadores al atardecer del primer día para preparar a la hora de la cena. Un maestro cocinando.
 

    Y como si no fuera poco, su mamá nos hizo tallarines con salsa el día antes de la vuelta a Santa Clara, justo para que nos fuéramos pipones y no pasáramos hambre en el camino.
   La tercera y última vez que visité Cienfuegos fue en compañía de Carlos. Sentía que me quedaba pendiente conocer el castillo de Jagua, -similar al Castillo de San Severino en Matanzas- así que lo convencí de hacer una excursión de un día con ese propósito. Esta vez, más ducha en el arte de conseguir alojamiento a menor precio –hacía ya cinco meses que estaba en Cuba-, encontramos hostal por 5 cuc. Claro, en moneda nacional, pero a fin de cuentas, no hay mucha diferencia.



   A la mañana temprano fuimos hasta la parada del charangón o camello que nos iba a llevar hasta el hotel Pasacaballos, donde una barca o patana nos cruzaría hasta el otro lado de la bahía dónde se encontraba el castillo. El viaje en el charangón no fue para nada cómodo, pero sí el de la patana.


     El castillo estaba también en reparación, pero pudimos recorrerlo casi todo. La vista de la bahía es simplemente magnífica.



    Encontré, sin embargo, perturbador, el recinto que se hallaba al nivel del sótano dónde de antaño se ‘guardaba’ claramente hacinada, a la mano de obra esclava recién traída de África. Sólo recibía luz de un tragaluz cuadrangular de menos de un metro cuadrado. Escalofriante, tanto humana como históricamente, al igual que los grilletes pesadísimos que pudimos levantar gracias a la buena onda de la guía.



  De vuelta, mientras esperábamos la patana de regreso y ya empapados de otro humor muy diferente al del sótano del castillo, decidimos hacer una frugal merienda con un yogur de soja bastante rico –del que Carlos como buen cubano desconfiaba- y unos sánguches de mortadela, todo por siete pesos cubanos. 


    Una de esas cosas sencillas que Mastercard no puede comprar.

       Hasta la próxima!

miércoles, 22 de octubre de 2014

Varadero (Cuba)

    Varadero… junto con los cayos de Santa María y playa Ancón en Trinidad, forma parte del circuito turístico playero más chic de la isla. Lo bueno es que sus playas son indudablemente espectaculares, lo malo es que se ha mercantilizado de tal manera que casi pasó a ser un no-lugar, unos cuantos kilómetros en los que podés creerte en medio del capitalismo sin reparo alguno. Varadero es la vedette de los paquetes turísticos #LahabanaVaraderoLoscayos. Sin embargo, esta cuestión no impidió que fuéramos a conocer sus míticas playas.



   Después de varias idas y vueltas por fin le pusimos fecha a nuestro viaje y armamos un grupo bien lindo para ir a gozar la papeleta como bien dicen en Cuba. Compramos los pasajes de ida con una anticipación considerable y el día del viaje nos esperaba una tupida lluvia que no había arreciado en los tres días anteriores. Mal augurio, pensamos todos. Por suerte nos equivocamos, porque después de las tres horas y media aproximadamente que nos llevó llegar nos esperaba un solazo y un cielo despejado.
    Habíamos reservado con anticipación por medio de unos amigos que ya estaban allí, el hostal para quedarnos por el fin de semana. Era una casa muy pero muy bonita, definitivamente de playa. Perfecta. Y además, como todos éramos estudiantes no tuvimos problemas en conseguirlo en moneda nacional.


   Después de ponernos al día con los chicos que ya estaban allá y almorzar espaguetis con salsa, preparamos el infaltable tereré y las chicharritas de boniato y arrancamos rápidamente a pasar la tarde en la playa, que, como Varadero es una península de tres o cuatro cuadras de ancho, no estaba a más de doscientos metros. 




   La pasamos bárbaro. El mar estaba delicioso.
   Por la noche salimos a recorrer la Avenida 1era. Nos dimos el gusto de escuchar un rato unas bandas que estaban tocando en el bar The Beatles –hay varios de éstos barcitos, los vi en Trinidad y en otra ciudad también que ahora no recuerdo- y de pasear por los innumerables puestos de artesanías dispuestos a lo largo de toda la Avenida. Hay bares con muy buena onda para sentarse a pasar el rato como por ejemplo FM 23.


   Al día siguiente arrancamos temprano yendo a la panadería de a la vuelta a comprar pan para el desayuno que consistió en tostadas y jugo de piña que preparamos con Carlos. Luego salimos a caminar, hicimos playa y fuimos a la tienda Caracol a comprar las galletitas de Bob Esponja con sabor a brigadeiro que endulzaron los seis meses de intercambio a setenta centavos de cuc el paquete. Fuimos también al parque Josone dónde hay muchas aves y botecitos a pedales para pasear por el lago, ah! y una pizzería muy prometedora llamada Dante’s  –con ese nombre tiene que serlo obligatoriamente-.



  Entramos también a una de las casa del Habano… Un paraíso, torcidos de todas las maneras imaginables, del tamaño que pidieras. Había algunos tan largos que hasta superaban la longitud de nuestras manos… Ese sí, que al menos de mi parte, es infumable.


    La tarde la dedicamos al mar obviamente, que tenía unas olas devoradoras irresistibles. Creo que nunca tragué tanta agua. 


    Los chicos hicieron guerra de castillos de arena mientras yo juntaba caracoles –una manía incontrolable desde que soy chiquita, de hecho tengo caracoles y piedras de todas las playas o lugares costeros que visité-, y les tomaba alguna foto de cuando en cuando tratando de que no se dieran cuenta.


   Al final llegamos a la casa muertos de felices pero también de cansados. Cenamos en un lugar que se llama Súper Machi, muy bueno: te sirven la cantidad que vos quieras por el módico precio de 2 dólares –aunque también hay precios menores y mayores dependiendo el menú- y se come rico, con el plus de que hay manos de plátanos para que lleves los que quieras para el postre.


   A la vuelta jugamos cartas e hicimos un karaoke inolvidable. Una joyita. Después el clásico habano tirada en la reposera viendo las estrellas.
     El último día lo invertimos también en la playa. El mar estaba más azul que nunca. Bello, como todo cuando tenés que irte. 





    Nos despedimos de la vedette turística con un almuercito en un merendero, último vestigio en la península, junto con la panadería, de la dinámica real cubana. Como decía un amiga mía: ay chica, Varadero es Varadero.