La ciudad que le debe su nombre a Camilo
Cienfuegos, es por lejos, una de las que más me gustó. Por alguna razón terminé
visitándola una y otra vez y cada vez que me iba de allí sentía que algo se me
escapaba, un lugar, una playa, un paladar recomendado, alguna muestra de arte,
algo…
La primera vez que fui lo hice con mis compañeros de habitación –la
multinacional 405 A-. No hacía un mes que estábamos juntos y entre Colombia,
Cuba y Argentina ya respirábamos aires de Latinoamérica.
Salimos temprano de Santa Clara y una vez
en Cienfuegos pasamos el día directamente en la playa, Rancho Luna. El día
estaba un poco nublado por lo que el mar no estaba tan azul, pero fue mi primer
contacto con el cálido mar Caribe. Fue un día típicamente de playa, remontamos
un barrilete, nos dimos a la búsqueda de cangrejos y tomamos tereré y helado.
Al mediodía almorzamos en el restaurant de la playa misma por moneda nacional.
Casi cayendo la tarde tuvimos un
imprevisto, a Laura, nuestra amiga colombiana, la mordió alguna especie de pez
en la pierna por lo que tuvimos que hacer parada en el hospital de regreso a la
ciudad –que está algo alejada de la playa-. Por suerte todo salió bien y tras
una curación nos dimos a la búsqueda de un hostal para pasar la noche. La idea
original era pasar la noche en la playa, hacer un fogón, tomar ron y cantar
alguna cosa, pero al suceder la mordida decidimos cambiar de planes.
Encontramos un hostal en divisa a 15 cuc la habitación para cuatro. La
cena –la playa nos había dejado famélicos- la hicimos en un paladar que parecía
tener buenos precios, que se encontraba sobre la avenida principal y se llamaba
El Lobo. Fue por lejos una buena decisión, comimos riquísimo y a buen precio.
Yo estaba ansiosa por comer carne roja –hacía como un mes que no probaba sus
bondades- así que cuando vi en el menú: bistec uruguayo le entré como cerdita
al maizal. Era un milanesón patrio, que además tenía una capa de queso y jamón
entre el filete y el pan rallado. El arroz congrí, pobrecito, quedó olvidado en
el plato de al lado. (Ya tendría después cinco meses para amigarme con él).
Me fui feliz. Nunca mejor dicho: panza llena corazón contento.
Al otro día arrancamos para conocer el centro y el puerto. Desayunamos
unos heladitos bárbaros y al mediodía almorzamos en una hamburguesera del
Estado que se llama La Reina y está por el paseo peatonal. Las mejores
hamburguesas con queso a la par de la hamburguesera de Santa Clara.
Después, la tarde la pasamos en el muelle
del puerto, hasta que fueron más o menos las cuatro y fuimos a la estación del
tren para pegar la vuelta.
La segunda vez que fui lo hice en calidad de invitada de dos buenos
amigos, Yanier y Alejandro.
Con ellos también conocí muchísimo, jardines
botánicos, el cementerio de Tomás Acea, el malecón, el muelle de los ostiones
–donde dimos cuenta de varios-, el barrio costero, la galería de arte del paseo
peatonal dedicada en ese momento a obras relacionadas con José Martí y lo más
importante, las habilidades culinarias de Yanier y su mamá quiénes se portaron
magníficamente con Ale y conmigo.
Una de las noches Yanier preparó unos pescados que le compramos
a unos pescadores al atardecer del primer día para preparar a la hora de la
cena. Un maestro cocinando.
Y como si no fuera poco, su mamá nos hizo tallarines con salsa el día antes de la vuelta a Santa Clara,
justo para que nos fuéramos pipones y no pasáramos hambre en el camino.
La tercera y última vez que visité Cienfuegos fue en compañía de Carlos.
Sentía que me quedaba pendiente conocer el castillo de Jagua, -similar al
Castillo de San Severino en Matanzas- así que lo convencí de hacer una
excursión de un día con ese propósito. Esta vez, más ducha en el arte de
conseguir alojamiento a menor precio –hacía ya cinco meses que estaba en Cuba-,
encontramos hostal por 5 cuc. Claro, en moneda nacional, pero a fin de cuentas,
no hay mucha diferencia.
A la mañana temprano fuimos hasta la parada del charangón o camello que
nos iba a llevar hasta el hotel Pasacaballos, donde una barca o patana nos
cruzaría hasta el otro lado de la bahía dónde se encontraba el castillo. El
viaje en el charangón no fue para nada cómodo, pero sí el de la patana.
El castillo estaba también en reparación, pero pudimos recorrerlo casi
todo. La vista de la bahía es simplemente magnífica.
Encontré, sin embargo,
perturbador, el recinto que se hallaba al nivel del sótano dónde de antaño se
‘guardaba’ claramente hacinada, a la mano de obra esclava recién traída de
África. Sólo recibía luz de un tragaluz cuadrangular de menos de un metro
cuadrado. Escalofriante, tanto humana como históricamente, al igual que los
grilletes pesadísimos que pudimos levantar gracias a la buena onda de la guía.
De vuelta, mientras esperábamos la patana de regreso y ya empapados de
otro humor muy diferente al del sótano del castillo, decidimos hacer una frugal
merienda con un yogur de soja bastante rico –del que Carlos como buen cubano
desconfiaba- y unos sánguches de mortadela, todo por siete pesos cubanos.
Una de esas cosas sencillas que Mastercard
no puede comprar.
Hasta la próxima!