viernes, 29 de agosto de 2014

Isla de la Juventud (Cuba)

   Llegamos al puerto de Batabanó por la mañana con el mejor augurio para el viajero: cielo despejado y sin nubes y un desayuno de campeones que la tía de Carlos nos había preparado bien temprano antes de salir de La Habana: tostadas con queso crema y jugo de frutas.


   El ferry era de industria francesa y se llamaba Iris, se deslizaba sobre el mar como los dedos de un pianista acarician las teclas del piano, casi con ternura pero seguros de cuáles son sus próximos movimientos. Por el ojo de buey podía verse el mar, turquesa, y hasta algunos cayos de vez en cuando. Mi amigo Iván me contó una vez que depende la temporada pueden verse los delfines aunque a nosotros no nos tocó esa suerte. 


   Llegamos a Nueva Gerona casi tres horas después de abordar e inmediatamente nos pusimos en campaña para buscar un hostal en moneda nacional que nos alojara unos días, empresa bastante difícil ya que los pocos que veíamos eran todos en divisa. Después de dar unas vueltas al perro encontramos uno muy pero muy bonito que estaba situado en la segunda planta de una casa y tenía una terracita con una vista sencillamente espectacular. Decidimos quedarnos allí, -en la casita azul más bonita que he visto (cuartito azul, dulce morada de mi vida, fiel testigo de mi tierna juventud cantó Gardel alguna vez)- y fuimos a pasear un poco por el bulevar hecho práctica y enteramente de mármol. Cenamos en un paladar por el acostumbrado precio de 25 pesos moneda nacional y disfrutamos la nochecita en la terraza.

  
    Al día siguiente preparamos tereré en el termo y de camino a la parada de la guagua compramos unos mantecados de guayaba recién horneados riquísimos y al rato nos subimos a la 204 que nos llevaría al reparto Chacón a visitar la cárcel Presidio Modelo dónde Fidel estuvo preso allá por el año 1954 luego del asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, reclusión desde la que escribió La historia me absolverá. Desde la entrada del campus del presidio hay un camino asfaltado que bajo el sol abrasador te conduce hasta el portal del edificio principal. Ni un alma andaba por las inmediaciones por lo que nuestros únicos compañeros fueron las auras y las sierras, y por supuesto, el sol que nunca falta a la cita.


    Cuando rodeamos el edificio principal honestamente me quedé anonadada, enormes construcciones circulares, muy parecidos a la pajarera de Jurassik Park, dónde lo que una vez se encerraron no fueron bestias sino hombres. Enormes, solitarias y abandonadas guardan gritos, torturas e historias que se perdieron en las fauces del tiempo y la tiranía.  

   Al final del camino llegamos al museo dónde nos llevaron en una visita guiada bastante didáctica y dinámica. Aconsejable para los amantes de la historia y la Revolución.
   De vuelta caminamos hasta que pasó una guagua que nos llevó hasta la playa Bibijagua, famosa por sus arenas negras y sus páramos tranquilos. La pasamos súper bien juntando arena en unas botellitas y haciendo carreras en el agua hasta que la sed nos arrasó –el tereré se había terminado ni bien llegamos al presidio- y nos acercamos al merendero del camping para comprar unos Coralitos que son como unos sachecitos helados de jugo muy ricos y muy baratos que siempre te sacan de un apuro.

   De regreso a Nueva Gerona recargamos el termo con tereré y rumbeando despacito fuimos hasta el Cristóbal Labra, el estadio de pelota de la Isla, ahí nos sentamos tranqui en el borde mientras veíamos al regador de césped humidificando el diamante y al sol poniéndose atrás de las sierras. Dicen que de los mejores momentos uno nunca tiene fotos, yo creo que si las tenemos nunca han llegado a captar la intensidad del momento, porque el aroma del césped mojado, del limón y la yerba del tereré, los rayos del sol despidiéndose de la piel, el canto de los pajaritos y los gritos de los chicos se nos escaparon de los píxeles. 

   Por la noche fuimos a cenar a un restaurancito por bulevar que tiene restos de embarcaciones como decoración, por primera vez en los meses que llevaba en Cuba comí papas fritas, el resto de la comida no me sedujo demasiado. Sí el mojito que vino luego.


   El segundo día fuimos a Playa Roja –también con el termo con tereré abajo del brazo- que está a una hora en guagua de Nueva Gerona y se ubica en las inmediaciones del Hotel Colony. No es de las mejores playas pero es un remanso tranquilo y dónde abundan caracoles y palmeras llenas de cocos de las cuales enseguida dimos cuenta con Carlos y la navaja que mi viejo me había regalado antes del viaje. Se puede hacer vela y también hay botes a pedales que el hotel alquila.

   Pasamos casi todo el día ahí en la playa y de vuelta cenamos en un pequeño restaurant altamente recomendable que se llama ‘El Rio’ y que está antes de cruzar el puente que te lleva para el reparto Chacón. Cóctel de langosta, pescado al canciller y tachinos muy bien preparados y a buen precio.

   Para el tercer día no teníamos plan así que empezamos a caminar para lo que suponíamos debía ser una playa -posteriormente supimos que se trataba de Punta Piedra-, el camino estaba bordeado por muchas plantas con flores y de un lado por una cantera. Cuando llegamos resultó que si bien había costa, la playa no estaba limpia y más allá había terrenos de manglares y pasando esa zona había numerosas piedras que rodeaban una sierra enorme que se adentraba en el mar. 


   No se nos ocurrió mejor idea que rodearla porque sabíamos que a la vuelta había una ruta que volvía a la ciudad. Fue por lejos una de las mejores experiencias del viaje, pasamos casi cuatro horas rodéandola, atravesamos pantanos, escalamos una cima escarpada, evitamos grutas de varios metros de profundidad plagadas de animales nocturnos, trepamos un acantilado –ese fue Carlos en realidad, porque mientras el trepaba yo iba nadando por abajo contra las olas que retumbaban contra las cuevas llenas de erizos y estrellas- y nos deslizamos entre troncos de palmeras sueltas como surfers entrenados que no éramos.
  Al final del reto físico y mental nos esperaba una playita tranquila y una pareja mayor de argentinos a los que lentamente seguimos camino a Nueva Gerona por un atajo que le habían soplado unos italianos que hacía días andaban por esos pagos. 

   De vuelta por el bulevar invertimos 4 dólares y compramos unas cervezas Bucanero que inmediatamente metimos en el freezer en tanto nos dábamos un baño.
   Celebramos el fin de nuestro paso por la Isla y la travesía incólume por la que resultó ser la Sierra Colombo con las cervecitas bien heladas y un habano que siempre solía reservar en la mochila.
 Lo mejor de un viaje suele ser, como dijo una vez Beatriz Sarlo, lo que está fuera del programa.

Hasta la próxima!

(Próximamente: Pinar del Río)

martes, 26 de agosto de 2014

Pinar del Río y Viñales (Cuba)

  El trayecto desde La Habana a Pinar del Río lo hice en un taxi de esos que los pasajeros hacen una vaquita de 5 dólares cada uno para pagarle al taxista. Fue de hecho, uno de los viajes más cómodos que realicé en Cuba. El aire dándome en la cara por la ventanilla -cuál perro con la lengua afuera- y la canción del bodeguero sonando en la radio.

   En Pinar -ciudad en la que tenía pensado quedarme tres o cuatro días- me esperaba Anderson, un amigo brasilero que estaba en el último año de geología, de manera que ni bien llegué a la terminal fui hasta la Universidad desde dónde después de ponernos al día salimos para recorrer un poco la ciudad y a visitar a un amigo de él –también de Brasil- que estaba pasando unos días en el hospital pero que ya estaba pronto al salir. Ahí conocí también a una amiga suya que estaba de intercambio como yo y que era de una ciudad llamada Irkutsk que se encuentra en Rusia cerca de la frontera con Mongolia. Creo que nunca había conocido a alguien de páramos tan remotos.

   El día siguiente lo dedicamos a recorrer un poco la ciudad. Anderson me contó que la cola de los ciclones siempre pasaba por ahí y que constantemente estaban reconstruyendo las partes afectadas, desde los techos de las viviendas hasta las luces del estadio de béisbol.

   La arquitectura es en general bastante particular, muy cerca de la Universidad por ejemplo está el museo de Ciencias naturales, un edificio ecléctico y bastante tétrico si lo ves de noche, al mismo tiempo que muy cerca de allí hay una seguidilla de casas multicolores de arquitectura estéticamente inquietantes.

   Por la noche, aunque no por eso con menos calor, decidimos ir al bar de uno de los hoteles de la avenida principal… Y pasó lo inevitable cuando un brasilero y un argentino se ponen a hablar, nos colgamos como cuatro horas hablando de la vida, de Dilma, de Cristina, del Mundial, de Latinoamérica y de hacia adónde vamos, de la cerveza, del precio de la cerveza, de la capirinha, del fernet, de irse de mochilero, de los parques de diversiones y un montón de cosas más. 

   Al día siguiente nos levantamos temprano y después de desayunar un sánguche de tortilla y tomate acompañado de jugo de guayaba caminamos hasta una de las salidas de la ciudad para tomar un taxi que por 1 dólar cada uno nos llevó junto con otras personas hasta Viñales, una región espectacular y me estoy quedando semánticamente corta porque hay mogotes por todos lados, plantaciones de tabaco, cuevas, lagos, cebúes, senderos que se pierden en la montaña y una naturaleza exuberante.

   Caminamos un montón, al final del día le calculamos alrededor de quince kilómetros. Nuestra primera parada fue la Cueva del Indio dónde después del recorrido nos agarró una tupida lluvia que nos obligó a quedarnos al amparo de un quinchito de guano hasta que amainó, así que mientras tanto nos pusimos a charlar con los vendedores de artesanías que también se habían guarecido de la lluvia.

  Cuando dejó de llover nos fuimos caminando hasta la carretera, había grutas, formaciones rocosas y pequeñas lagunas por donde miraras. Una vez ahí hicimos dedo –o botella como le dicen los cubanos- y un camioncito sin cúpula atrás accedió a llevarnos de regreso a la ciudad de Viñales. Ya habíamos avanzado un par de kilómetros e íbamos los dos de pie sujetados a la cabina cuando empezó a garuar. De ese momento no hay fotos, sólo el recuerdo en el corazón estando ahí en medio de tanta naturaleza junto a un amigo, con el Palenque de los Cimarrones a un lado, los mogotes más allá, el olor a tierra mojada, las gotas de agua contra la cara y el viento azotándonos de frente.

   Desde Viñales otro camioncito nos llevó hasta unos tres kilómetros del Mural de la Prehistoria, de ahí pateamos hasta llegar. Una niebla no muy espesa cubría la cumbre de los mogotes y parte del camino por lo que la humedad era mucha sumada a la lluvia que había caído. Una vez allí nos sentamos en unas piedras cerca del mural y empezamos a filosofar acerca de la representatividad de las pinturas: estaba más que claro que se trataba del proceso evolutivo pero la identidad que no podía descifrar era la de los animales pintados en amarillo y rojo que estaban cronológicamente después de los dinosaurios, así que le pregunté a Anderson de qué animales se trataban las figuras. Me respondió en una frase que quedó para la posteridad y para nuestras bromas internas:
-Son esos animales, más ancestrales, com patas…
  No pude parar de reírme hasta largo rato después, primero porque lo que yo esperaba de sus conocimientos geológicos iba más allá de esa descripción y segundo porque como lo dijo con su acento brasilero sonaba más gracioso aún.

   A fin de cuentas la pasamos bárbaro en el parque del Mural y regresamos caminando tranqui, escuchando a los Redondos en mi teléfono y comiendo platanitos que compramos en una finca. Después, mientras esperabamos la guagua compramos dos cafés y unas bolsitas de churros: life is good.

   De vuelta en la residencia de la Universidad y después de un buen baño frío preparamos unos teres y nos pusimos a escuchar música brasilera mientras hacíamos tiempo para que se hiciera la hora de ir a cenar a un paladar – a todo esto teníamos un hambre que no veíamos después de haber pasado el día vagando por Viñales-. En eso tengo un momento de genialidad y me acuerdo de que antes de venir para Pinar en la mochila había puesto unos alfajores santafesinos que mi compañera de piso en Argentina me había hecho llegar unos días atrás, revuelvo un poco la mochi y ahí estaban, así que dos y dos son cuatro canta la farolera y los compartí con Anderson que resultó que le gustaron como loco. Ese fue uno de nuestros momentos latinoamericanos más felices, con samba, alfajores y tereré.


  El tercer día lo invertí en ir a Soroa –que queda en la provincia vecina de Artemisa y del que haré crónica aparte- y por la noche fui con Anderson y Giovanna -otra amiga- a ver el juego de béisbol al estadio Capitán San Luis: Pinar contra Santiago cuyo resultado se inclinó a favor de los locales. Con el juego y la cena posterior en uno de los paladares de los que mi amigo era cliente habitual me despedí de él y di por concluida la travesía por la provincia más occidental de Cuba, tierra del tabaco y la Guayabita.

Hasta la próxima!

(Próximamente Soroa)