martes, 26 de agosto de 2014

Pinar del Río y Viñales (Cuba)

  El trayecto desde La Habana a Pinar del Río lo hice en un taxi de esos que los pasajeros hacen una vaquita de 5 dólares cada uno para pagarle al taxista. Fue de hecho, uno de los viajes más cómodos que realicé en Cuba. El aire dándome en la cara por la ventanilla -cuál perro con la lengua afuera- y la canción del bodeguero sonando en la radio.

   En Pinar -ciudad en la que tenía pensado quedarme tres o cuatro días- me esperaba Anderson, un amigo brasilero que estaba en el último año de geología, de manera que ni bien llegué a la terminal fui hasta la Universidad desde dónde después de ponernos al día salimos para recorrer un poco la ciudad y a visitar a un amigo de él –también de Brasil- que estaba pasando unos días en el hospital pero que ya estaba pronto al salir. Ahí conocí también a una amiga suya que estaba de intercambio como yo y que era de una ciudad llamada Irkutsk que se encuentra en Rusia cerca de la frontera con Mongolia. Creo que nunca había conocido a alguien de páramos tan remotos.

   El día siguiente lo dedicamos a recorrer un poco la ciudad. Anderson me contó que la cola de los ciclones siempre pasaba por ahí y que constantemente estaban reconstruyendo las partes afectadas, desde los techos de las viviendas hasta las luces del estadio de béisbol.

   La arquitectura es en general bastante particular, muy cerca de la Universidad por ejemplo está el museo de Ciencias naturales, un edificio ecléctico y bastante tétrico si lo ves de noche, al mismo tiempo que muy cerca de allí hay una seguidilla de casas multicolores de arquitectura estéticamente inquietantes.

   Por la noche, aunque no por eso con menos calor, decidimos ir al bar de uno de los hoteles de la avenida principal… Y pasó lo inevitable cuando un brasilero y un argentino se ponen a hablar, nos colgamos como cuatro horas hablando de la vida, de Dilma, de Cristina, del Mundial, de Latinoamérica y de hacia adónde vamos, de la cerveza, del precio de la cerveza, de la capirinha, del fernet, de irse de mochilero, de los parques de diversiones y un montón de cosas más. 

   Al día siguiente nos levantamos temprano y después de desayunar un sánguche de tortilla y tomate acompañado de jugo de guayaba caminamos hasta una de las salidas de la ciudad para tomar un taxi que por 1 dólar cada uno nos llevó junto con otras personas hasta Viñales, una región espectacular y me estoy quedando semánticamente corta porque hay mogotes por todos lados, plantaciones de tabaco, cuevas, lagos, cebúes, senderos que se pierden en la montaña y una naturaleza exuberante.

   Caminamos un montón, al final del día le calculamos alrededor de quince kilómetros. Nuestra primera parada fue la Cueva del Indio dónde después del recorrido nos agarró una tupida lluvia que nos obligó a quedarnos al amparo de un quinchito de guano hasta que amainó, así que mientras tanto nos pusimos a charlar con los vendedores de artesanías que también se habían guarecido de la lluvia.

  Cuando dejó de llover nos fuimos caminando hasta la carretera, había grutas, formaciones rocosas y pequeñas lagunas por donde miraras. Una vez ahí hicimos dedo –o botella como le dicen los cubanos- y un camioncito sin cúpula atrás accedió a llevarnos de regreso a la ciudad de Viñales. Ya habíamos avanzado un par de kilómetros e íbamos los dos de pie sujetados a la cabina cuando empezó a garuar. De ese momento no hay fotos, sólo el recuerdo en el corazón estando ahí en medio de tanta naturaleza junto a un amigo, con el Palenque de los Cimarrones a un lado, los mogotes más allá, el olor a tierra mojada, las gotas de agua contra la cara y el viento azotándonos de frente.

   Desde Viñales otro camioncito nos llevó hasta unos tres kilómetros del Mural de la Prehistoria, de ahí pateamos hasta llegar. Una niebla no muy espesa cubría la cumbre de los mogotes y parte del camino por lo que la humedad era mucha sumada a la lluvia que había caído. Una vez allí nos sentamos en unas piedras cerca del mural y empezamos a filosofar acerca de la representatividad de las pinturas: estaba más que claro que se trataba del proceso evolutivo pero la identidad que no podía descifrar era la de los animales pintados en amarillo y rojo que estaban cronológicamente después de los dinosaurios, así que le pregunté a Anderson de qué animales se trataban las figuras. Me respondió en una frase que quedó para la posteridad y para nuestras bromas internas:
-Son esos animales, más ancestrales, com patas…
  No pude parar de reírme hasta largo rato después, primero porque lo que yo esperaba de sus conocimientos geológicos iba más allá de esa descripción y segundo porque como lo dijo con su acento brasilero sonaba más gracioso aún.

   A fin de cuentas la pasamos bárbaro en el parque del Mural y regresamos caminando tranqui, escuchando a los Redondos en mi teléfono y comiendo platanitos que compramos en una finca. Después, mientras esperabamos la guagua compramos dos cafés y unas bolsitas de churros: life is good.

   De vuelta en la residencia de la Universidad y después de un buen baño frío preparamos unos teres y nos pusimos a escuchar música brasilera mientras hacíamos tiempo para que se hiciera la hora de ir a cenar a un paladar – a todo esto teníamos un hambre que no veíamos después de haber pasado el día vagando por Viñales-. En eso tengo un momento de genialidad y me acuerdo de que antes de venir para Pinar en la mochila había puesto unos alfajores santafesinos que mi compañera de piso en Argentina me había hecho llegar unos días atrás, revuelvo un poco la mochi y ahí estaban, así que dos y dos son cuatro canta la farolera y los compartí con Anderson que resultó que le gustaron como loco. Ese fue uno de nuestros momentos latinoamericanos más felices, con samba, alfajores y tereré.


  El tercer día lo invertí en ir a Soroa –que queda en la provincia vecina de Artemisa y del que haré crónica aparte- y por la noche fui con Anderson y Giovanna -otra amiga- a ver el juego de béisbol al estadio Capitán San Luis: Pinar contra Santiago cuyo resultado se inclinó a favor de los locales. Con el juego y la cena posterior en uno de los paladares de los que mi amigo era cliente habitual me despedí de él y di por concluida la travesía por la provincia más occidental de Cuba, tierra del tabaco y la Guayabita.

Hasta la próxima!

(Próximamente Soroa)

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