jueves, 23 de abril de 2015

Camagüey (Cuba)


     La ciudad de los tinajones, dónde la sabiduría popular cuenta que si tomás agua de ahí, te quedás a vivir en la ciudad.


    Con medio milenio de antigüedad al igual que Trinidad, es una ciudad con mucho para ver y hacer. Como buena cazadora de historias, lo primero a lo que presté mi entera atención fue a la leyenda de los tinajones, que se remonta a la época de la colonia. Dicen los que saben que los jinetes y viajeros llegaban sedientos a causa de la sequía, y la ciudad, aprovisionada de agua en estas grandes vasijas, se convertía en una especie de oasis acuífero dónde la sed se disipaba rápidamente y de donde los recién llegados no querían partir.


    Nos quedamos dos días ahí, pero antes hicimos una parada de un día en un poblado cercano, que se llama Martí y que se encuentra pasando Camagüey, en sentido oeste- este (es decir, yendo desde Santa Clara). Allí viven los abuelos de Carlos, Narda y Nelly, y también sus tíos. Nada pasa allí más que el tren que recorre la isla día por medio y el servicio diario que une Las Tunas- Camagüey. Un remanso tranquilo y con aires de campo. Pasé el día con las jutías, unos animalitos adorables y viendo a Carlos preparar tocino.


    Por la noche tostamos y molimos granos de café que la abuela de Carlos generosamente me brindó para que de regreso a Argentina no me olvidara los sabores de la sierra. 


    Al día siguiente sí arrancamos para Camagüey, en un trencito de dos vagones, muy bonito pero de andar cansino.


    Visitamos dos o tres museos. No recuerdo exactamente, pero nos ocupó casi toda la mañana y parte del mediodía. También visitamos la casa de Ignacio Agramonte, conocido entre otras cosas por dotar a los mambises camagüeyanos en el uso de la caballería. Lugar que me hizo acordar un poco al espíritu del palacio San José, en mis pagos entrerrianos.


    Por la tarde paseamos por la ciudad, cuyas calles parecen estar diseñadas para que uno se pierda. Dicen que fue diseñada con tal propósito para que los intrusos o piratas se perdieran en ella y aunque no tuve oportunidad de comprobar dicha leyenda charlando con la gente, sí pude experimentar una desorientación de nivel experto.








     Al final del día llegamos a un lugar, parecido a un parque, llamado El lago de los sueños, con barcitos, juegos y obviamente un lago. Decidimos quedarnos ahí a cenar, en un restaurancito con forma y nombre de barco que se encontraba a la orilla del lago. 

     Claro, que como era precisamente 14 de Febrero, todo el mundo estaba ansioso por conseguir una mesa allí. En uno de nuestros mejores momentos de paciencia y obstinación logramos un lugar junto con otra gente que había en la fila y que amablemente nos invitaron a compartir su mesa, salvándonos de al menos cuarenta minutos de espera.

     Al final valió totalmente la pena: jarras y jarras de cerveza como si estuviera de vuelta en Argentina, cóctel y enchilado de camarón con chicharritas de plátano, rodajas de pescado con limón. 

   Hay maneras de terminar el día que superan el papel, momentos en los que el viajero siente que el hogar y el lugar en el que se encuentra se fusionan, como si fueran uno. Se mezclan, se atraviesan. Un sabor, una canción, una imagen o una palabra pueden hacer acercar dos realidades paralelas por muy lejanas que estén. Eso me pasó con (o en) Camagüey. A menos de un mes del regreso a mi litoral querido, algo me hizo sentir en un espacio entre mi hogar o las costumbres con las que estoy familiarizada y lo diferente, el lugar en el que estaba, con el sol escondiéndose por un horizonte desconocido mientras que con mi compañero brindábamos, a lo argentino, con toda la fantasía de Cuba alrededor.

Hasta la próxima!

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