Soroa fue uno de
esos lugares que uno decide conocer medio por ta té tí, medio por sorteo o
múltiple choice. Ganó entre Cayo Jutía y Cabo San Antonio por estar a menos kilómetros
de Pinar.
Cuando llegué a la
terminal de Pinar para preguntar a qué hora salía un camioncito para allá sólo
había uno que me dejaba cerca y tuve que salir corriendo al playón porque ya se
estaba yendo, así que rápidamente dejé plantado al taxista medio acosador que me insistía que la
única forma de llegar era en auto. Chistoso. Si hubiera sabido que no tenía ni
dos dólares en la billetera se hubiera ido a la guacha.
Soroa es un pequeño
poblado en la provincia de Artemisa ubicado aproximadamente ocho kilómetros hacia
el norte de la autopista nacional, a la altura del cruce con la localidad de
Candelaria. Así que después de que el camioncito me dejara en el cruce no me
quedó otra que esperar a que algún tipo de vehículo se solidarizara conmigo y
me acercara sierra adentro.
Pasó un rato largo
hasta que pasó otro camioncito que llegaba hasta un asentamiento urbano a dos
kilómetros de dónde quería llegar. Había varios turistas en esas bicis dobles,
toda una proeza física porque las bajadas y las subidas son realmente
matadoras.
De ahí hice dedo –o botella
como dicen los cubanos- para seguir subiendo. No esperé nada, el primer
vehículo que pasó, el conductor de una camionetita que abastecía de cerveza al
hotel hizo la gauchada de llevarme. Lo primero que decidí ver fue la cascada,
que está dentro de una reserva o parque enorme y a la que se llega luego de
subir y bajar numerosas escaleras. La meta vale la pena porque es un lugar
maravilloso y dan ganas de armarse un ranchito y quedarse a vivir.
Pasé un buen rato
ahí sentada en las piedras, escribiendo y sintiendo la cascada, los animalitos
y la luz filtrándose por entre los resquicios del follaje.
Después de un rato
emprendí la vuelta y aunque estaba exhausta mis piernas me hicieron llegar
hasta el famoso orquidiario. Había tantas plantas y tantos colores que sentí
que era el paraíso de las sensaciones.
De allí –el recorrido,
con guía en inglés, español y alemán duró alrededor de una hora- empecé a
caminar por una calle sinuosa que llevaba al castillo de las nubes, un mirador
desde el que se ven kilómetros y kilómetros campos y sierras adyacentes. Probé
suerte haciendo dedo y a la segunda tuve suerte con la camioneta que repartía
el almuerzo a los trabajadores de los bungalows y del castillo. Hasta tuve la
suerte de encontrármelos al regreso y los chicos me alcanzaron hasta la
Autopista Nacional ya para regresar a Pinar.
El camino que
tomamos de regreso iba por dentro de la sierra –no apto para desorientados- y estaba
bordeado de pequeñas cabañitas que funcionan como bungalows numerados para
aquellos que son anti-hoteles y más amantes de la naturaleza.
Un rato después -nuevamente
cortesía de los chicos que repartían el almuerzo -, y con el sol por esconderse
yo ya estaba esperando el camión que me llevara de regreso a Pinar que por suerte
no tardó en pasar. Sentada en una
esquinita, con el viento dándome en la cara y con una bolsa de chicharritas de
boniato que le compré a uno de los lugareños me sentí en el paraíso.
Llegamos al puerto de Batabanó por la mañana con el mejor augurio para el
viajero: cielo despejado y sin nubes y un desayuno de campeones que la tía de
Carlos nos había preparado bien temprano antes de salir de La Habana: tostadas
con queso crema y jugo de frutas.
El ferry era de industria francesa y se llamaba Iris, se deslizaba sobre el mar
como los dedos de un pianista acarician las teclas del piano, casi con ternura
pero seguros de cuáles son sus próximos movimientos. Por el ojo de buey podía
verse el mar, turquesa, y hasta algunos cayos de vez en cuando. Mi amigo Iván
me contó una vez que depende la temporada pueden verse los delfines aunque a
nosotros no nos tocó esa suerte.
Llegamos a Nueva Gerona casi tres horas después de abordar e inmediatamente nos
pusimos en campaña para buscar un hostal en moneda nacional que nos alojara
unos días, empresa bastante difícil ya que los pocos que veíamos eran todos en
divisa. Después de dar unas vueltas al perro encontramos uno muy pero muy
bonito que estaba situado en la segunda planta de una casa y tenía una
terracita con una vista sencillamente espectacular. Decidimos quedarnos allí,
-en la casita azul más bonita que he visto (cuartito azul, dulce morada de mi
vida, fiel testigo de mi tierna juventud cantó Gardel alguna vez)- y fuimos a pasear
un poco por el bulevar hecho práctica y enteramente de mármol. Cenamos en un
paladar por el acostumbrado precio de 25 pesos moneda nacional y disfrutamos la
nochecita en la terraza.
Al día siguiente preparamos tereré en el termo y de camino a la parada de la
guagua compramos unos mantecados de guayaba recién horneados riquísimos y al
rato nos subimos a la 204 que nos llevaría al reparto Chacón a visitar la
cárcel Presidio Modelo dónde Fidel estuvo preso allá por el año 1954 luego del
asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, reclusión desde la que escribió
La historia me absolverá. Desde la entrada del campus del presidio hay un
camino asfaltado que bajo el sol abrasador te conduce hasta el portal del
edificio principal. Ni un alma andaba por las inmediaciones por lo que nuestros
únicos compañeros fueron las auras y las sierras, y por supuesto, el sol que
nunca falta a la cita.
Cuando rodeamos el edificio principal honestamente me quedé anonadada, enormes
construcciones circulares, muy parecidos a la pajarera de Jurassik Park, dónde
lo que una vez se encerraron no fueron bestias sino hombres. Enormes,
solitarias y abandonadas guardan gritos, torturas e historias que se perdieron
en las fauces del tiempo y la tiranía.
Al final del camino llegamos al museo dónde nos llevaron en una visita guiada
bastante didáctica y dinámica. Aconsejable para los amantes de la historia y la
Revolución.
De vuelta caminamos hasta que pasó una guagua que nos llevó hasta la playa
Bibijagua, famosa por sus arenas negras y sus páramos tranquilos. La pasamos
súper bien juntando arena en unas botellitas y haciendo carreras en el agua
hasta que la sed nos arrasó –el tereré se había terminado ni bien llegamos al
presidio- y nos acercamos al merendero del camping para comprar unos Coralitos
que son como unos sachecitos helados de jugo muy ricos y muy baratos que siempre
te sacan de un apuro.
De regreso a Nueva Gerona recargamos el termo con tereré y rumbeando despacito
fuimos hasta el Cristóbal Labra, el estadio de pelota de la Isla, ahí nos
sentamos tranqui en el borde mientras veíamos al regador de césped
humidificando el diamante y al sol poniéndose atrás de las sierras. Dicen que
de los mejores momentos uno nunca tiene fotos, yo creo que si las tenemos nunca
han llegado a captar la intensidad del momento, porque el aroma del césped
mojado, del limón y la yerba del tereré, los rayos del sol despidiéndose de la
piel, el canto de los pajaritos y los gritos de los chicos se nos escaparon de
los píxeles.
Por la noche fuimos a cenar a un restaurancito por bulevar que tiene restos de
embarcaciones como decoración, por primera vez en los meses que llevaba en Cuba
comí papas fritas, el resto de la comida no me sedujo demasiado. Sí el mojito
que vino luego.
El segundo día fuimos a Playa Roja –también con el termo con tereré abajo del
brazo- que está a una hora en guagua de Nueva Gerona y se ubica en las
inmediaciones del Hotel Colony. No es de las mejores playas pero es un remanso
tranquilo y dónde abundan caracoles y palmeras llenas de cocos de las cuales
enseguida dimos cuenta con Carlos y la navaja que mi viejo me había regalado
antes del viaje. Se puede hacer vela y también hay botes a pedales que el hotel
alquila.
Pasamos casi todo el día ahí en la playa y de vuelta cenamos en un pequeño
restaurant altamente recomendable que se llama ‘El Rio’ y que está antes de
cruzar el puente que te lleva para el reparto Chacón. Cóctel de langosta,
pescado al canciller y tachinos muy bien preparados y a buen precio.
Para el tercer día no teníamos plan así que empezamos a caminar para lo que
suponíamos debía ser una playa -posteriormente supimos que se trataba de Punta
Piedra-, el camino estaba bordeado por muchas plantas con flores y de un lado
por una cantera. Cuando llegamos resultó que si bien había costa, la playa no
estaba limpia y más allá había terrenos de manglares y pasando esa zona había
numerosas piedras que rodeaban una sierra enorme que se adentraba en el mar.
No
se nos ocurrió mejor idea que rodearla porque sabíamos que a la vuelta había
una ruta que volvía a la ciudad. Fue por lejos una de las mejores experiencias
del viaje, pasamos casi cuatro horas rodéandola, atravesamos pantanos,
escalamos una cima escarpada, evitamos grutas de varios metros de profundidad
plagadas de animales nocturnos, trepamos un acantilado –ese fue Carlos en
realidad, porque mientras el trepaba yo iba nadando por abajo contra las olas
que retumbaban contra las cuevas llenas de erizos y estrellas- y nos deslizamos
entre troncos de palmeras sueltas como surfers entrenados que no éramos.
Al final del reto físico y mental nos esperaba una playita tranquila y una
pareja mayor de argentinos a los que lentamente seguimos camino a Nueva Gerona
por un atajo que le habían soplado unos italianos que hacía días andaban por
esos pagos.
De vuelta por el bulevar invertimos 4 dólares y compramos unas cervezas
Bucanero que inmediatamente metimos en el freezer en tanto nos dábamos un baño.
Celebramos el fin de nuestro paso por la Isla y la travesía incólume por la que
resultó ser la Sierra Colombo con las cervecitas bien heladas y un habano que
siempre solía reservar en la mochila.
Lo mejor de un viaje suele ser, como
dijo una vez Beatriz Sarlo, lo que está fuera del programa.
El trayecto desde La Habana a Pinar del Río lo hice en un
taxi de esos que los pasajeros hacen una vaquita de 5 dólares cada uno para
pagarle al taxista. Fue de hecho, uno de los viajes más cómodos que realicé en
Cuba. El aire dándome en la cara por la ventanilla -cuál perro con la lengua
afuera- y la canción del bodeguero sonando en la radio.
En Pinar -ciudad en la que tenía pensado quedarme tres o
cuatro días- me esperaba Anderson, un amigo brasilero que estaba en el último
año de geología, de manera que ni bien llegué a la terminal fui hasta la
Universidad desde dónde después de ponernos al día salimos para recorrer un
poco la ciudad y a visitar a un amigo de él –también de Brasil- que estaba
pasando unos días en el hospital pero que ya estaba pronto al salir. Ahí conocí
también a una amiga suya que estaba de intercambio como yo y que era de una
ciudad llamada Irkutsk que se encuentra en Rusia cerca de la frontera con
Mongolia. Creo que nunca había conocido a alguien de páramos tan remotos.
El día siguiente lo
dedicamos a recorrer un poco la ciudad. Anderson me contó que la cola de los
ciclones siempre pasaba por ahí y que constantemente estaban reconstruyendo las
partes afectadas, desde los techos de las viviendas hasta las luces del estadio
de béisbol.
La arquitectura es en general bastante particular, muy cerca
de la Universidad por ejemplo está el museo de Ciencias naturales, un edificio
ecléctico y bastante tétrico si lo ves de noche, al mismo tiempo que muy cerca
de allí hay una seguidilla de casas multicolores de arquitectura estéticamente
inquietantes.
Por la noche, aunque no por eso con menos calor, decidimos ir al
bar de uno de los hoteles de la avenida principal… Y pasó lo inevitable cuando
un brasilero y un argentino se ponen a hablar, nos colgamos como cuatro horas
hablando de la vida, de Dilma, de Cristina, del Mundial, de Latinoamérica y de
hacia adónde vamos, de la cerveza, del precio de la cerveza, de la capirinha, del fernet, de irse de mochilero, de los parques de
diversiones y un montón de cosas más.
Al día siguiente nos levantamos temprano y después de desayunar un sánguche de tortilla y tomate acompañado de jugo de guayaba caminamos hasta
una de las salidas de la ciudad para tomar un taxi que por 1 dólar cada uno nos
llevó junto con otras personas hasta Viñales, una región espectacular y me
estoy quedando semánticamente corta porque hay mogotes por todos lados,
plantaciones de tabaco, cuevas, lagos, cebúes, senderos que se pierden en la
montaña y una naturaleza exuberante.
Caminamos un montón, al final del día le calculamos alrededor
de quince kilómetros. Nuestra primera parada fue la Cueva del Indio dónde
después del recorrido nos agarró una tupida lluvia que nos obligó a quedarnos
al amparo de un quinchito de guano hasta que amainó, así que mientras tanto nos pusimos a charlar con los vendedores de artesanías que también se habían guarecido de la lluvia.
Cuando dejó de llover nos fuimos caminando hasta la
carretera, había grutas, formaciones rocosas y pequeñas lagunas por donde
miraras. Una vez ahí hicimos dedo –o botella como le dicen los cubanos- y un
camioncito sin cúpula atrás accedió a llevarnos de regreso a la ciudad de
Viñales. Ya habíamos avanzado un par de kilómetros e íbamos los dos de pie
sujetados a la cabina cuando empezó a garuar. De ese momento no hay fotos, sólo
el recuerdo en el corazón estando ahí en medio de tanta naturaleza junto a un
amigo, con el Palenque de los Cimarrones a un lado, los mogotes más allá, el
olor a tierra mojada, las gotas de agua contra la cara y el viento azotándonos
de frente.
Desde Viñales otro camioncito nos llevó hasta unos tres
kilómetros del Mural de la Prehistoria, de ahí pateamos hasta llegar. Una
niebla no muy espesa cubría la cumbre de los mogotes y parte del camino por lo
que la humedad era mucha sumada a la lluvia que había caído. Una vez allí nos
sentamos en unas piedras cerca del mural y empezamos a filosofar acerca de la
representatividad de las pinturas: estaba más que claro que se trataba del
proceso evolutivo pero la identidad que no podía descifrar era la de los
animales pintados en amarillo y rojo que estaban cronológicamente después de
los dinosaurios, así que le pregunté a Anderson de qué animales se trataban las
figuras. Me respondió en una frase que quedó para la posteridad y para nuestras
bromas internas:
-Son esos animales, más ancestrales, com patas…
No pude parar de reírme hasta largo rato después, primero
porque lo que yo esperaba de sus conocimientos geológicos iba más allá de esa
descripción y segundo porque como lo dijo con su acento brasilero sonaba más
gracioso aún.
A fin de cuentas la pasamos bárbaro en el parque del Mural y
regresamos caminando tranqui, escuchando a los Redondos en mi teléfono y
comiendo platanitos que compramos en una finca. Después, mientras esperabamos la guagua compramos dos cafés y unas bolsitas de churros: life is good.
De vuelta en la residencia de la Universidad y después de un
buen baño frío preparamos unos teres y nos pusimos a escuchar música brasilera mientras
hacíamos tiempo para que se hiciera la hora de ir a cenar a un paladar – a todo
esto teníamos un hambre que no veíamos después de haber pasado el día vagando
por Viñales-. En eso tengo un momento de genialidad y me acuerdo de que antes
de venir para Pinar en la mochila había puesto unos alfajores santafesinos que
mi compañera de piso en Argentina me había hecho llegar unos días atrás,
revuelvo un poco la mochi y ahí estaban, así que dos y dos son cuatro canta la farolera y los compartí con Anderson
que resultó que le gustaron como loco. Ese fue uno de nuestros momentos
latinoamericanos más felices, con samba, alfajores y tereré.
El tercer día lo invertí en ir a Soroa –que queda en la
provincia vecina de Artemisa y del que haré crónica aparte- y por la noche fui
con Anderson y Giovanna -otra amiga- a ver el juego de béisbol al estadio
Capitán San Luis: Pinar contra Santiago cuyo resultado se inclinó a favor de
los locales. Con el juego y la cena posterior en uno de los paladares de los
que mi amigo era cliente habitual me despedí de él y di por concluida la
travesía por la provincia más occidental de Cuba, tierra del tabaco y la
Guayabita.
Hoy es 25 de Mayo. Un 25 en Santa
Fe, a 204 años de la Primera Junta. Un 25 que me encontró sola en mi
departamento, a 300 kilómetros de mi familia, sin asado, sin locro, solamente
con el mate, un par de facturas y un plan de investigación que terminar.
Hace algunos momentos leí una
nota que un amigo español, -que hasta hace poco vivió aquí en Santa Fe- publicó
en un medio digital. Entonces comencé a fraguar unas líneas que hace rato
venían cocinándose en mi sinuosos pensamientos. Más allá de su opinión política
con la cual estoy más que parcialmente de acuerdo, el voltio que faltaba para
prender mi lamparita fue su ser foráneo.
Escribir algo sobre una fecha
patria del país en el que viviste un buen tiempo es sólo un síntoma.
Síntoma de un síndrome que yo también
padezco: es que algo me ha robado el corazón, como a mi amigo. El ladrón es al
fin y al cabo el mismo, pero con distintos colores. A él se lo robó Argentina,
a mí, Cuba y su Revolución. Él escribe sobre el 25 de Mayo, yo pienso en el 1°
de Enero y en la vuelta de los Cinco.
Pienso con regularidad lo bueno y
lo malo de eso Otro que es Cuba (pero que también puede ser Argentina) yo misma
cambié luego de haber vivido en esas tierras. Aprendí a vivir sin tanto
consumismo y más sencillamente, y admito sin rodeos que me enamoré un poco del
socialismo. Veo ahora las cosas de otra perspectiva, enamorarme de otro país
hizo (y todavía hace) que sea mejor persona y mejor ciudadana, hace que
re-flexione sobre muchas áreas de la sociedad, sobre la economía, sobre la
Universidad, sobre la Independencia, y la lista sigue.
Presumo que a mi amigo de España
le sucedió lo mismo. Pensar-nos desde afuera y luego volver-nos a pensar desde
adentro con el corazón próspero luego de las experiencias que importamos, es,
juzgo, una de las formas más productivas de aportar al mundo y a nuestro país
una ráfaga de re-significaciones que lo mejoren, o que al menos, lo intenten.
Hoy me alegra haber leído la
publicación anteriormente mencionada, me acordé que no soy la única que padece
el síndrome, que hay otras personas que re-piensan su país, sus políticas y la
cotidianeidad, en este caso desde el nuestro. Los que padecemos este síndrome
somos los que ponemos las cartas caídas sobre la mesa, las que nadie ve por
tenerlas tan internalizadas o por estar mirando las de la otra mesa. ¿Por qué
un extranjero se enamora de tu país? Tal vez para intentar salvar el suyo, para
completar(se), para completar(lo) o simplemente para volver a acercártelo.
Durante las aproximadamente
7 horas de viaje que duró el trayecto entre Buenos Aires y La Habana no pude
para de preguntarme básicamente una cosa ¿Distinto cómo? Procedo a explicar.
Las personas que ya conocían
Cuba con las cuales pude charlar personalmente antes de irme me habían
prevenido casi bonachonamente: “Mirá que las cosas son distintas allá”. Pero
más allá de la circulación de dos tipos de monedas a la vez, los autos vintage,
el socialismo, la playa y las palmeras no podía delimitar los alcances
semánticos de lo distinto.
Lo distinto, les cuento, no
tardó en presentarse a días de estar en Santa Clara, la ciudad donde realizaría
el intercambio académico por no menos de seis meses.
-Che ¿carne nunca hay?- me
acuerdo que le pregunté a Yassiel, uno de los primeros amigos que hice a la
quinta o sexta vez que comíamos en el comedor de la universidad.
-Si hoy comimos al mediodía…-
me respondió con cara de no entender mi pregunta.
-No, eso era pollo, yo digo
carne de verdad, carne roja.
Yassiel, que ya conocía algo
de nuestra cultura, pareció ver lo que se aproximaba y (con una expresión muy
similar a la que alguien tiene en su rostro cuando te comunica que falleció
alguien cercano, serio pero como tratando de que no te duela) me explicó:
-Es que acá matar una vaca
está prohibido. Hubo una época en que había más vacas que cubanos, pero fue
hace mucho. La carne que hay está reservada para las personas con dietas
especiales y los ingresados en los hospitales.
Se imaginará el lector mi
cara de mala noticia.
-¡¡No te la puedo creer!! ¡Si
sabía me anotaba para México prioridad 1!- le dije más en serio que en broma.
-Y... ya te embarcaste-
filosofó riendo.
Seis meses a mortadela y
arroz con piedritas en el comedor y ya siento que puedo ir a darle la vuelta al
mundo.
Otra sorpresa, en las
universidades (al menos las que conocí, la de Santa Clara y la de Pinar del
Río) el agua corriente funciona a determinados horarios: 07 a 08 a.m, 12:30 a
13:30 (muchas veces se olvida de llegar y se saltea este turno) y de 18:30 a
20:30. Si te querés bañar a otra hora que no sea esa, lavarte las manos o
descargar el inodoro y te olvidaste de cargar los baldes temprano, te jodiste.
Ojo, en las casas esto no
pasa. Agua siempre hay. Y con respecto a la comida… ¡¡Ñomi ñomi!! Gente, se los
aseguro, en las casas sí que se come delicioso. Uno de mis platos favoritos
eran los tachinos –o tostones-, rodajas de plátano burro fritas saladas, y las
croquetas, hechas de un poquito de todo: arroz, tomate, jamón, fideos y sopa.
Aprovecho de paso este espacio culinario para agradecer infinitamente a Carlitos
y a su familia por permitirme ser su invitada de honor en su mesa numerosos
fines de semana y deleitarme con comidas tan ricas y con sabor a hogar. Fue
allí donde aprendí a hacer pru, una especie de gaseosa natural, a todas luces
exquisita, que se prepara con jaboncillo, jengibre, raíz de china, hojas de
pimienta, azúcar sin refinar y canela. Primero se hierven las hierbas y
tubérculos, luego se deja enfriar para finalmente agregar a la preparación más
agua y el azúcar. Luego, a la heladera envasada en botellas a prueba de reventadas
por no menos de 24 horas. Resultado: la perfección en bebidas refrescantes. (Y
si lo usás para el tereré ¡ni te cuento!)
Sigo con lo distinto ¡¡LAS veces que fui ‘al pedo’
a comprar cosas al centro!! Los horarios de comercio son bastante diferentes a
los nuestros. Se abre aproximadamente a las nueve y a las cuatro o cinco a más
tardar se está cerrando todo. Claro, la hora más normal para hacer las compras
al menos para mí -teniendo en cuenta además que había que caminar forzosamente
al menos unas quince cuadras bajo el sol ardiente-, eran las seis de la tarde.
Resultado: todo cerrado. Vuelta a la universidad (que está a unos 8 kilómetros
de la ciudad) con las manos vacías.
¿Y las veces que el papel higiénico
y el desodorante simplemente ‘se perdían’? (expresión cubana para designar que
el producto desapareció por tiempo indeterminado de las góndolas) Por fortuna
yo tenía mis reservas. “Mujer prevenida vale por dos” todavía suele decirme mi
vieja cuando le pregunto si llevo o no llevo determinadas cosas en el equipaje.
Otra cosa que me puso ‘los
pelos de punta’ hasta que ‘le agarré la mano’ fue que la mayoría de los pasajes
(ya sea de tren o de colectivo) son difíciles de conseguir a no ser que los
compres bastante antelación. Al ser residente temporal, con mi carnet de
identidad podía acceder a viajar en Astro, la empresa estatal de transporte exclusiva
para cubanos, cuyos tarifas eran diez veces menores a las de Vía Azul, la
empresa de transporte para los turistas o yumas como les dicen ellos. Lo
exasperante era que para comprar un pasaje el tiempo de espera variaba entre
una hora y cuatro horas y media (el máximo que llegué a esperar). Una prueba de
paciencia digna de los más amaestrados yoguis. Para completar, además de la
diferencia con nuestros horarios comerciales está la cuestión del almuerzo. El
horario del mismo se respeta a rajatabla. Es como una pequeña muestra de
feriado en pleno mediodía: se para todo, y si estabas esperando desde las nueve
y a las doce no te atendieron, te comiste otra hora y media.
Ahora le toca a lo bueno: la
verdad de la milanesa es que en el Coppelia, la heladería estatal que está en
la mayoría de las ciudades cabeceras, te podés tomar un helado de cinco bochas
con frutas, crocantes y merengue por –al día de la fecha- 1,60 pesos
argentinos. También por 80 centavos argentinos te comés altas hamburguesas con
queso en las hamburgueseras estatales. De cerdo pero deliciosas. Era ley que
cuando volvíamos del Sandino (el estadio de béisbol de Villa Clara) de ver un juego
de pelota, con Carlos íbamos por unas hamburguesas para terminar de matar las
ansiedades ‘típicas del hincha’, fueron el equivalente perfecto al chori de
después de los partidos de Unión acá en Santa Fe. Y no van a creer, pero ver un
partido de béisbol cuesta nada más que 0,25 centavos argentinos. Todo ciudadano
cubano puede permitirse asistir al estadio a ver los partidos las veces que
quiera sin que eso repercuta en su economía. Lo distinto también tiene su lado bueno ¿vieron?
Bueno, para ir cerrando les
tiro la última, ¿saben que la fotocopia prácticamente no existe? La universidad
te provee del material de lectura que, una vez finalizado el ciclo lectivo,
tenés la obligación de devolver para poder retirar los del curso próximo. Y
además al comienzo del año te corresponde un cuaderno por asignatura que vayas
a cursar y cierta cantidad de lápices y biromes, esto es así en absolutamente
todos los niveles, desde la primaria hasta la universidad. Qué lejos estamos ¿eh?
Una vez más gracias por leerme
y nos encontramos en la próxima publicación.
Vaya experiencia deliciosa el hecho de comenzar a proyectar un viaje. Casi tan emocionante como realizarlo. Primero
viene la idea, como un insecto que se desliza por los pliegues del
felpudo de bienvenida, silenciosa y sigilosa primero, e insistente y
poderosa luego, cuando la luz de la conciencia se decide a percibirla
seriamente. Luego la decisión. Lo más difícil se lo puedo asegurar: la batalla que libramos con nosotros mismos.
Un viaje de mil millas empieza con el primer paso dijo Lao Tsé hace más de dos milenios y aún hoy en día sigue teniendo vigencia. Sin embargo creo que el filósofo oriental por excelencia dio por sentado en su celebérrima afirmación la naturaleza del primer paso. ¿Fue una omisión a conciencia o acaso pretendió dejar esa parte tan importante del aprendizaje a cargo de nosotros mismos? ¿Acaso importa?
Es en la naturaleza de este primer paso que nos encontramos prácticamente configurados no sólo como potenciales aventureros sino también como personas. Cuéntame de tu primer paso y te diré quién eres, reformulación new age y bastante atrevida de uno de los refranes más conocido por todos, pero que es válida para probar mi punto.
Afortunadamente he tenido la oportunidad de poder compartir varios de mis 'primer paso' y otros tantos ajenos, y he comprobado que dependiendo de las característica del mismo, un proyecto, en este caso un viaje, puede desplomarse hacia el abismo más profundo (nótese que es mejor que se haya desplomado a que no haya habido nunca nada) o por el contrario puede erigirse cual castillo de naipes cuyo centro conducirá hasta el mismo astro lunar (estoy pensando en House of Cards, también conocida como El secreto de Sally para ilustrar el punto). El primer paso es mental, es la conjugación de nosotros mismos en los tres tiempos verbales: pasado, presente y futuro. Nuestros miedos, nuestras experiencias, nuestros monstruos, aquello que nos contaron y lo que nos imaginamos libran una batalla en nuestro ser cuyo resultado puede ser incierto... pero si triunfamos... mucho cuidado, porque nuestros pies pueden llevarnos a donde sea.
El mundo es maravilloso allá afuera, -digo afuera porque queramos o no hay lugares que cuentan como nuestro adentro, en mi caso el adentro es la provincia de Entre Ríos y parte de Santa Fe, son en resumen, esos lugares en los que nos sentimos seguros y contenidos-, el afuera está configurado por tantas variables como sea posible imaginar: historia, política, naturaleza, sociedades (o su ausencia) aspectos culinarios, culturales, literarios, arquitectónicos, idiomáticos, etcétera. Y todas ellas se encuentran en proporciones distintas, variando según cada lugar, esperando que algun viajero se atreva a intentar descifrarlas. Y para eso viajamos (o al menos para eso viajo yo) para descifrar el mundo y para descifrarme a mí misma. Ahí afuera hay 148 940 000 km2 de superficie terrestre que espera ser pisada, vista y vivida por aquel que venza su inercia y dé el primer paso hacia sus propias fronteras. Y también está el océano, para aquel que se atreva, 361 132 000 km2 de extensión que esperan ser navegados.
Lo desconocido empieza donde terminamos nosotros; el primer paso del que habló Lao Tsé es la vuelta de llave que destraba la puerta y hasta que no la abrimos y atravesamos el umbral sólo conocemos el mundo (el Otro) a través del ojo de la cerradura.
Es para muchos conocida mi aficción por viajar, pero por muchos más sabida mi estrecha relación con la escritura, más aún si de aventuras se trata. Hace poco regresé de pasar unos cuantos meses en la perla del Caribe, gentileza del programa de intercambio de mi Univerisidad. A través de este breve texto, paralelamente a inaugurar el blog doy comienzo a la publicación de mis crónicas de viajes, vividas, plasmadas y escritas en lugares recónditos y no tan recónditos de nuestro planeta.