viernes, 26 de septiembre de 2014

Matanzas (Cuba)

       Salí para Matanzas desde Santa Clara en el tren de la mañana, en compañía de un libro para el camino, El corazón de Voltaire del puertorriqueño Luis López Nieves. Fue una decisión acertada ya que en medio del camino el tren se detuvo una hora y media para cambiar un vagón que se averió, y puedo asegurar que con el solazo del mediodía, el tufo metálico y sin nada a lo que prestarle atención hubiera sido una situación de esas de las que es difícil sustraerse...
      Una vez que el tren llegó a la estación tuve que esperar a que viniera algún medio de transporte que me acercara a la ciudad. En la espera, hice amistad con una pareja muy simpática que hacía música popular en FM 23, un bar bastante concurrido en Varadero y al que me invitaron a visitar cuando estuviera por allá. Hasta que llegó un cochero pasó como una hora. Desde la terminal dónde terminaba su ruta tomamos una yutong hasta la bahía, dónde me despedí de los chicos para bordearla caminando.

      Era una maravilla. Aunque no tiene casi playas, el mar, las piedras y las cucharitas del agua forman un lugar muy relajante, muy propicio para sentarte a compartir unos mates sentado en las rocas y con los pies dentro del agua.


     Cuando llegué al centro de la ciudad me dediqué a buscar un hostal porque en el camino no había visto ninguno en moneda nacional. Tampoco allí encontré, así que tuve que decidirme por uno en divisa no sin antes pelear un poco el precio. Después de un necesario baño fui a cenar a una pizzería del Estado que se encuentra frente a la plaza central, -muy buenas pizzas, enormes, y a un precio accesible: 10 pesos en moneda nacional cada una-. 


         Al día siguiente arranqué temprano a las siete de la matina, desayuné yogur y mantecados enfrente de la plaza en un merendero de esos con las típicas mesitas en los portales y en las que podés encontrar cosas muy sabrosas para cualquier momento del día.


      Después de un desayuno de campeones fui en guagua hasta la ermita de Monserrat que queda en una loma muy alta y desde dónde se puede ver toda la bahía y el valle del otro lado. 


     La ermita está custodiada por cuatro estatuas que dan al valle: Gerona, Tarracona, Lerida y Barcelona. Fue erigida por la sociedad de beneficencia de Cataluña e islas Baleares en honor a su patrona, la virgen de Monserrat allá por el año 1875.

 
    Un rato más tarde llegó la guagua rumbo a las cuevas de Bellamar. Impresionantes. Uno de los espeleólogos de turno, Owen, me explicó cantidad de cosas sobre las cuevas, como que tienen su propio ciclo de vida y que todo lo que sucede en ellas se produce por reacciones químicas.
      La parte que recorrimos de las cuevas tiene alrededor de 750 metros y por momentos uno puede sentirse un poco claustrofóbico y que le falta el aire, pero la sensación es fantástica. 



      En algunas calcificaciones había tiznes de las antorchas que se emplearon desde 1861 en adelante para las exploraciones hasta que se instaló la iluminación eléctrica. El guía comentó al respecto que recién dentro 500 años el hollín iba a desaparecer por completo y no faltó un yanqui con su comentario gracioso de ‘Can I bring the same ticket?’ que nos hizo reír a todos.
    Después que el recorrido terminó me encontré con las chicas que atendían el merendero enfrente de la residencia dónde me quedaba en Santa Clara así que decidimos tomar unas cervezas. Un inesperado encuentro con final feliz en el que tuve la sensación de estar en el lugar indicado el momento justo.
     De vuelta en Matanzas volví a la bahía a juntar piedras, cucharitas del agua y caracoles y caminé hasta la iglesia de San Pedro. De camino me encontré con un cartel que indicaba el camino al Castillo de San Severino, así que como ya era un poco tarde lo apunté para el día siguiente.


     Hice parada en un merendero y tomé unos cuantos vasos de jugo de guayaba. Delicioso. Aunque la guayaba en fruta no me gusta, el jugo simplemente ¡vuela! y cuesta centavos.




   Cerca del hostal me esperaba una de las sorpresas más lindas que tuve en el viaje… ¡Silvio Rodríguez en un recital por los barrios! Tuve suerte, no hay otra. Volvía caminando por una calle aledaña cuando veo un montón de personas amuchadas, varios puestitos humeantes con sánguches de carne de cerdo y un escenario en la esquina. Me acerco, pregunto, y me dicen que en media hora iba a empezar a tocar Silvio. Yo chocha. Me quedé casi casi hasta el final.


     Al día siguiente me levanté otra vez bien temprano para ir a anotarme en la lista de espera a la estación de tren. Perdí como dos horas entre la ida y la vuelta pero a las once ya estaba en el Castillo de San Severino. Se trata de uno de los castillos que los españoles construían en las bahías para prevenir los ataques piratas y para desembarcar los esclavos. Hay muchos de este tipo en Cuba y tengo entendido que en otras costas caribeñas como las de Colombia también los hay. 





   De vuelta me volví caminando por el otro costado de la bahía, tranquiloncha, juntando caracoles y piedras que eran muy diferentes a los que había recolectado los días anteriores, hasta que el cielo se nubló y empezó a lloviznar, así que tuve que apurar el paso hasta la panchería enfrente de la plaza dónde tardíamente almorcé antes de pasar a buscar el resto de mis cosas en el hostal y dirigirme a la estación de trenes.
 

    La espera fue larga y agotadora porque el primer tren no liberó capacidades y tuve que esperar el segundo, pero al final todo salió bien y al caer la noche ya estaba arriba del tren a la querida Santa Clara, que marchaba a ritmo lento pero seguro. 


    Hasta la próxima!


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